El cuaderno de

Quehui

Mañungo en Quehui

Quehui es como un paraíso salvaje sobre el que se ha instalado encima un caserío que no alcanza para restarle encanto a su paisaje. En una tarde como hoy, el agua está tan quieta que es un verdadero espejo. Los pájaros revolotean encima de esa superficie. Da la impresión de que están observando su propio vuelo en el reflejo.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

El agua y la tierra son amigas y se funden en los humedales. Me llena de alegría contemplar las aves en estos suelos fértiles.

Ahí están todos los verdes imaginables, los cafés, los ocres, los tonos más encendidos y los más opacos. Y el agua siempre metiéndose y abriéndose paso como si tuviera licencia para ir hasta donde le dé la gana.


John Llanquin

En isla Quehui la familia Llanquin ha comenzado su propia tradición como carpinteros de ribera. Madre, padre e hijos trabajan juntos la madera para dar forma a las más coloridas embarcaciones que navegan por el mar interior chilote. John es un joven carpintero y a pesar de que aún no termina la escuela, ya sabe todo lo que hay que saber sobre este oficio. Todo lo ha aprendido acompañando y viendo a su padre, don Cristian Llanquin. Trabaja junto a él, entre las pocas horas libres que le dejan las tareas y los estudios en el Liceo de Castro.

-Esta es mi pasión -me dice-. No estoy seguro si es porque nací aquí o si es porque verdaderamente me gusta. No me veo haciendo otra cosa. Entre este paisaje, las embarcaciones y mi familia, tengo toda la tranquilidad que quiero.

Aquí, en el astillero, el sonido de las olas y del viento es interrumpido solamente por el ruido de la motosierra.

-Para mí esto es música. Ya me hice amigo del taladro, del martillo, de las gubias, la azuela y todas las herramientas.

 
 

En el suelo hay varios trozos grandes de árboles añosos, esperando su destino. No sólo aquí, sino que en todo Chiloé la madera que se necesita para estas construcciones es escasa.

-Muy cara y muy escasa -me confirma John-. Para las piezas grandes, como las cuadernas o las quillas, usamos madera de la isla. Son troncos caídos de coigüe y roble que vamos a recoger a los bosques. Ahí es donde todo comienza. Hay que tener buen ojo para encontrar la forma justa. El resto, que son las tablas de arrayán o eucaliptus, llegan desde Quellón.

 

John me muestra el esqueleto de una de las embarcaciones. Ahí están las cuadernas, los cintones, la roda, el trancanil, la quilla, los baos, la varenga y la sobrequilla.

Me muestra un tubo metálico que está sobre el suelo, de unos treinta centímetros de diámetro, conectado a un generador de vapor, que es como una olla de presión.

- Aquí le damos curvatura a las tablas más complicadas. Después de someter la madera al calor y a la humedad, les damos la forma necesaria para asegurar que el agua no entre al casco. El vapor hace que la madera se ponga dócil, como un gatito. Y con la azuela vamos haciendo los rebajes para que todo encaje.

Me va mostrando las partes y el trabajo de cada herramienta.

-Lo más bonito es cuando aparece la forma completa -me dice, con entusiasmo-. De aquí hemos botado al mar por lo menos quince embarcaciones. Yo no me acuerdo de todas, pero sí de las más importantes.

A John le gustaría quedarse aquí, haciendo este trabajo. Tiene vocación para eso. El enclave del taller es perfecto, al borde del mar, sobre una playa inmensa. Con otra ventaja: cuando él quiere, atraviesa la calle y llega a su casa, donde está su familia.

Mientras trabajan, encima de sus cabezas vuelan las gaviotas y se siente el viento. Entre los espinillos, los patos quetros les hacen compañía, al tiempo que, desde las lanchas pequeñas, hay hombres buceando en busca de almejas y cholgas, mar adentro.

-Mañana echaremos al mar una de estas embarcaciones -me dice-. Hace unos días que está lista y mañana vienen los dueños. La botadura de una lancha es una fiesta. Bueno, más bien es un trabajo que se celebra en buena compañía.

 
 

Botadura de una embarcación en el astillero de Isla Quehui.

 
DJI_0670.jpg

 


Como un punto en un tejido de lana gruesa, el puente sobre el estero Pindo impide que la isla se parta en dos. A veces pienso que Quehui está conformada, en realidad, por dos trozos grandes de tierra, separadas por un hilo creado por la marea que sube y baja, jugando a unir y a dividir todo lo que existe aquí. Los caminos interiores permiten que el tejido se extienda y llegue a todos los rincones. El agua hace lo suyo, pero, gracias al puente, la isla sigue siendo una sola.

 
 
_54A7100.jpg

 


Doña Marta

Doña Marta Ulloa está a cargo de la iglesia de Quehui. Le gusta lo que hace. Se conoce bien la historia. Cuando le digo que me muestre la iglesia, se alegra mucho. Es como si estuviera esperando que alguien se lo pida.

-Para construir esta iglesia, la madera la trajeron en bote, remando. Imagínese, remando desde Las Guaitecas. Para eso hay que tener ñeque.

- Y mucha fe -agrego.

-Aquí está la iglesia, Nuestra Señora Reina de los Ángeles. Algunos dicen que tiene como cien años, pero para mí que la hicieron hace un par de siglos. Como usted se habrá dado cuenta, la comunidad viene poco a la iglesia. Pero eso es algo que se da en todas partes.

-¿Y ya no hay fiestas?

-Sí, hay. La que no falla es la del 31 de agosto, la fiesta del Nazareno.

Con doña Marta recorro el interior de la iglesia. Relucen las columnas blancas sobre el entablado celeste de los muros laterales de la iglesia. En el centro del piso, la alfombra roja cruza todo el largo del templo, haciéndolo más señorial.

-La iglesia es mi paz -me dice, deteniéndose bajo la bóveda central, mirando hacia el altar-. Es mi lugar sagrado.

 

Doña Marta lleva mucho tiempo cuidando de la iglesia. Fue incluso Fiscala de Quehui. Como vive a pocos metros de la iglesia, ahora es la encargada de repicar las campanas cada vez que hace falta. Cuando alguien fallece es ella quien sube a la torre y hace sonar las campanas para que todos alrededor se den por enterados. Es importante para ella mantener esta tradición. Me dice que no le importa levantarse a la hora que sea para cumplir con su compromiso.

- En los velorios es común que haya una buena fiesta, que se coma y se beba mucho -le recuerdo.

-Eso es lo más importante -me contesta-. Pero no solo esa es la tradición: aquí además se reparten cigarros a los asistentes. Uno para cada uno, aunque sean niños, porque eso se usa para contar a la gente que vino. Si uno regala dos cajetillas, sabe, por ejemplo, que hay 40 personas.

Quehui_john_CHR _0001-2.jpg

 

~ abrir los 12 cuadernos

 

la grandeza de las 12 pequeñas iglesias