El cuaderno de

Puchilco

Mañungo en Puchilco

Puchilco es un lugar encantado. Uno mira las superficies inclinadas de los montes. Los prados que se recuestan en ellas parecen terciopelos. Los árboles, unos pompones de algodón verde y, las casas, construcciones hechas para seres humanos con alma de niños.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

En Puchilco se construyen las casas de los vivos y también las casas de todos los difuntos. La vida es la misma para todos, sólo que algunos respiran y otros han dejado de hacerlo. Pero nadie se irá lejos. Se van quedando allí, como vigías subterráneos, abrazados a la tierra que les vio nacer y les vio morir. 


Yanette Mansilla

Yannete sabe mucho de toponimia local, o sea, del origen y el significado de los nombres propios de los lugares. Me cuenta que “Puchilco” significa lugar de chilcos. Los chilcos son unos arbustos propios del lugar y que le dan una característica especial al paisaje.

Con Yannete me entiendo muy bien. Es buena para conversar y sabe de muchas cosas. Conoce a toda la gente de las localidades del lugar. Cada vez que me encuentro con ella se nos ocurre una aventura distinta. Como ella tiene un mapa del pueblo con las casas marcadas, elige a quien vamos a visitar. Cuenta con una libretita en que anota la fecha de las visitas que hace, para no descuidar a nadie. Con un circulito rojo aparecen los más desamparados, que necesitan más compañía.

-No crea que para mí esto es un sacrificio. Ahora que estoy jubilada, lo considero como un deber, una especie de misión que me encomendaron y que yo hago con mucho gusto. Lo paso bien.

-¿Y adónde vamos ahora?

Examina su libreta y decide:

-Vamos donde doña Silvia. Doña Silvia Alvarado. Bueno, usted la conoce bien -dice, extendiendo su brazo en dirección norponiente.

Doña Silvia es hija de don Segundo Alvarado, que fue fiscal de la iglesia hace unos cuantos años. Tengo muy presente que con don Segundo trabamos una bonita amistad. Contaba muchas historias entretenidas, aunque siempre pensé que las inventaba. O, al menos, les agregaba mucho de su cosecha. Eran historias demasiado increíbles.


Doña Silvia

Nos cuesta dar con la casa de doña Silvia. Pareciera que la tierra la ocultara a la simple vista.

Silvia es una mujer cargada de vibraciones luminosas. Nos cuenta que ella es amiga de las tradiciones y jamás deja de participar en la fiesta de la Candelaria, cada 2 de febrero.

-Cuando mi padre era fiscal, la coordinación no fallaba -nos dice-. Y eso sí que era un acontecimiento grande. Había un cabildo a las once de la mañana y después, a las tres de la tarde, otro en Lincay. Todo era celebración: los cantos de los pasacalles, el novenario y después la misa. Venía mucha gente de toda la isla Lemuy.

Se entusiasma y nos sigue hablando de don Segundo:

-Él mismo arreglaba la iglesia y organizaba todos los acontecimientos. Bueno ustedes saben cómo era mi padre. Estaba instruido y capacitado para dar los responsos fúnebres, dar charlas de primera comunión, confirmación, matrimonio. En muchas ceremonias reemplazó al sacerdote. Era un gran rezador y escritor.  Escribió una canción que se llama “Himno al Señor”. Me acuerdo cuando escribió la letra. Estaba inspirado. Decía que era como si le dictaran las palabras, una por una. Por eso es tan bonita. En las ceremonias las personas la cantan a coro.

-Y era un gran contador de historias -le agrego-. Podría pasarme el día recordando los cuentos que sabía. Sáqueme de una duda, Silvia: ¿inventaba los cuentos? ¿O eran todos de verdad?

Ella se ríe antes de responder:

-Yo creo que algunos eran de verdad -vuelve a reír-. Digamos que mitad y mitad.

-Bueno, pero nada es para siempre -dice doña Silvia.

-Como todo -confirma Yannete-. Don Segundo terminó su ciclo.

-Es verdad. Y ahora, nuestro ciclo en Puchilco también se está terminando…

 
 

-¿Es verdad que se van de Puchilco, después de estar una vida en este lugar? -pregunto, un tanto sorprendido.

-Sí -confirma, con tristeza-. Nos tenemos que ir. No podemos seguir aquí. Estamos demasiado abandonados. Los hijos se fueron hace mucho tiempo a Chonchi y cuesta soportar la soledad. Uno les echa de menos. Por eso ya compramos una casita cerca de la de ellos.

 

-¿Y qué pasa con la raíces?

-No crea que es fácil. Aquí están los recuerdos -contesta, mirándose las manos-. Los recuerdos de una vida. Aquí yacen los cuerpos de nuestros padres y muchos antepasados. Vendremos al cementerio cada vez que podamos. Y, por supuesto, a la fiesta de la Candelaria, que es cuando se llena la iglesia.

-Tendré que abandonar mis manzanos, los ajos, las grosellas y esta hermosa araucaria -la muestra mientras caminamos por sus terrenos.

-Completamos treinta años en esta casa -continúa-. Y ahora estoy regalando las flores. Sólo he apartado las pocas plantas que nos vamos a llevar a Chonchi. Esta casa se va a desarmar y nos llevaremos lo que quede en buen estado. La bodega, por supuesto, se venderá con el terreno. Ya desarmamos el invernadero grande y va quedando este más chico. La vida es así. Es como es. No como uno quisiera que fuera.

 
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Don Jorge

Para seguir indagando sobre la vida del fiscal de Puchilco, don Segundo Alvarado tengo que ir hasta Aldachildo a hablar con don Jorge Gómez.

Mientras prepara café y una paila de cuatro huevos para que la compartamos, Jorge Gómez me cuenta que es fiscal de la iglesia de Aldachildo y que, desde que falleció don Segundo, le ha tocado oficializar ceremonias también en Puchilco.

No ha dejado de poner atención a los huevos, esperando que se encuentren a punto en la sartén, mientras el agua hierve.

-A mí me corresponde hacer todos los oficios religiosos y estar en todos los ritos de la iglesia. Como fiscal tengo que velar por el bien morir de las personas que se van de este mundo.

Cada plato recibe dos huevos. Me extiende uno de ellos y, enseguida, una taza de café. Hay pan amasado en la panera, en el centro de la mesa.

-Ser fiscal significa pensar en los demás. Hay mucha gente buena que necesita apoyo emocional -dice, mirándome por un instante.

Ha terminado de untar el pan en los restos de huevos fritos, dejando la paila brillante. Mientras rumia el último trozo de pan me habla de don Segundo:

-Era un hombre comprometido, sacrificado, servicial. Muy humilde. Escribió el “Himno al Señor”. Él mismo hizo la letra y la música. Tenía muy buena voz, así que la cantaba a capela, sin instrumentos. Cada vez que la volvemos a cantar, estamos pensando en él. Todos lo recordamos con cariño. En los primeros versos dice: “Yo he venido de nuevo hasta aquí.”

-¿La quiere cantar? -le pregunto.

Sin más preámbulo, aclara la garganta y echa la voz al aire.

 

Canto de don Jorge a cappella.

 
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Doña Raquel

Doña Raquel Pérez dedica gran parte de su tiempo a cuidar la iglesia y desde que don Segundo falleció aceptó ser la encargada de hacer los repiques de las campanas cada vez que muere alguien.

-Durante un funeral se doblan las campanas, con repiques largos -me aclara.

Cuando el clima es benigno, en las fiestas participan más de ochenta personas. La misa de la Candelaria todavía se mantiene. Antes estaba también la fiesta de la Virgen del Carmen. Pero cuando murió el fiscal se suspendió esa fiesta. Ahora que él no está, como que se apagó el entusiasmo.

Todavía se acuerda de cómo era la iglesia antes. La torre tenía una caña extra, y lamentablemente, con el tiempo se vino abajo.

Me invita al interior de la iglesia. Su perro, un quiltro negro, grandote, no se aparta de su lado. Es el primero en llegar al altar, oficiando de guía.

-¡Toqui, sale de ahí! -le ordena, mientras me muestra las imágenes, que están muy bien mantenidas: la Virgen del Carmen, la Virgen del Tránsito. Y la Virgen de la Candelaria, que es la más grande.

-Hace años que no subo a esta torre -le digo-. Conozco esas campanas. Ya deben tener cerca de un siglo.

-¿Quiere subir? -me invita.

-Por supuesto que sí.

 

Corte transversal iglesia de Puchilco.

 
 

Doña Raquel va directo hasta la empinada escalera que conduce al coro y, en sus siguientes tramos, a la torre. Llegamos a lo alto. Cuando recupera el aliento en un rellano me pregunta si me gustaría oír una demostración de los repiques de campanas y yo le digo que sí, aunque enseguida me arrepiento, porque me doy cuenta de que faltan los tramos verticales más difíciles de subir.

Finalmente llegamos a la torre. Ahí están las campanas, gastadas por la herrumbre y los golpes del badajo. Ahí está la leyenda, en relieve sobre el metal: “Puchilco 1916”.

Mientras descansa unos segundos, me da una mirada cómplice.

-¿Quiere escuchar?

-Desde luego que sí -contesto, con regocijo de niño.

-¡Aquí vamos! -vocea. Y empieza el redoble. Mientras hace repicar las campanas me va señalando el ritmo que se les debe imprimir. Una de ellas dobla el ritmo de la otra.

-¿Siempre es así? -pregunto.

-Solo cuando muere una persona -dice ella. Y le da la risa, porque sabe que ha sobresaltado a todos los habitantes de las cercanías.

-Ahora tendremos que matar a alguien -me dice, sin dejar de reír.

 
 

Recorrido por el interior de la torre pórtico de la iglesia de Puchilco.

 
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~ abrir los 12 cuadernos

la grandeza de las 12 pequeñas iglesias