El cuaderno de

Apiao

Mañungo en Apiao

Esperando que la marea suba para poder navegar sobre el estero, veo como emerge, al fondo, la iglesia, que se mantiene firme, resistiendo el viento y la lluvia. Por suerte los habitantes la quieren y la cuidan. Eso me lleva a pensar que hay cosas que son más sólidas que otras y está la voluntad, firme, de que permanezcan. Lo que está fuera de esa voluntad, va desapareciendo.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

Lo que parece inquebrantable es la fe en esta isla. Por eso todo sigue allí, junto al faro luminoso que acompaña todo andar. Es el refugio seguro, desde donde es posible comunicarse con las dimensiones del espíritu. Así lo entienden quienes quedan aquí. Muchos miembros de las familias ya han partido y los grupos humanos se hacen más pequeños. Por eso es tan importante que exista algo a lo que aferrase.


El calor del hogar se siente. Por suerte que todavía existe este Chiloé, el Chiloé escondido y profundo, el que se resiste, porque desde aquí es donde obtengo inspiración para continuar con mi trabajo.

Tengo la costumbre de buscar un modo de entrar a todas las casas que llaman mi atención, porque me gusta y porque, al final, siempre me invitan. Basta que vea una casa de madera con el humo saliendo desde el caño para que me enamore de ella. De sus formas, de sus colores, de sus tejuelas. Entonces me animo a pegar un grito de llamado a ver si alguien responde.


Doña Juana

En la cocina de la familia Paillán las penas se olvidan entre los olores de las especias, el mate y los aromas marinos. A la cabeza de la casa está doña Juana y don Juan que, acompañados por su hija Juana y su hijo Juan, mantienen vivos los rituales cotidianos que les permiten sobrevivir en esta isla.

Nos sentamos en torno al fuego de la cocina y, con el mate corriendo, doña Juana toma la palabra:

-Antes en Apiao vivíamos solos en nuestra pobreza -dice doña Juana-. El camino era ripiado. Mejor dicho, no había camino. Era solo una huella hacia el monte. Se mandaban no más al barro, a pata pelá. No se conocían los vehículos. Nadie tenía zapatos y los pies se iban curtiendo y acomodando a la temperatura y a las piedras y la maleza del suelo. No había personas vestidas con lujos, porque en esas condiciones todos éramos iguales en nuestra pobreza.

CHR_6934.jpg
 
 

En esta casa cada cosa tiene su lugar. Cada mueble, utensilio, cada pieza de la cocina. Los asientos apegados a la muralla parece que ayudaran a afirmar los muros que arman el espacio principal. El televisor, al fondo, encendido con las noticias de la tarde, contrasta con la imagen que entra por las ventanas abiertas al mar. Los marcos celestes invitan a sentir el agua que se muestra a la distancia y, encima, el cielo amplio.

-Lo que nos toca a nosotros es levantarnos temprano y trabajar, como corresponde-me dice doña Juana-. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Aquí nadie llegará a hacer las cosas por nosotros. Hoy día, como ya es tiempo, llevamos las jaulas al mar y mañana nosotros mismos tenemos que ir a buscarlas, y si el mar quiere, agarraremos algunas centollas para llevar al pueblo. ¿O no, Juan?

Juan hijo hace un movimiento afirmativo con la cabeza, sin dejar de sorber el mate.

-Ahora tenemos luz -continúa doña Juana-. O sea, estamos mejor que antes. Antes la lumbre era un tarro vacío de café, con una mecha y parafina.

 

-La libertad está en el campo -dice-. Yo no me hallo en el pueblo, menos en la ciudad. Aquí es la soledad la que nos da libertad. Para nosotros es así. Si eres valiente y cultivas tu huerta, tienes tu comida. No tienes que trabajarle a otro para tener plata y comprar verduras que ni sabes de dónde vienen. Aquí se siembran papas, se crecen animales, se va a la marisca, a la pesca y, por suerte, la pensión de ciento sesenta mil pesos ayuda con los pagos.

Mientras hablan, el mate ha circulado de mano en mano varias veces. También yo soy parte de la ronda. Don Juan padre se hace cargo de la tetera, de mantener el agua hirviendo y de que no falte la hierba.

-Qué agradable es conversar al calor de la cocina -digo-. Me gusta porque es como si estuviera en mi propia casa. El problema es que yo soy como un gitano y ando de isla en isla, con mi maletita ambulante. Me gusta su casa, porque aquí se conversa de todo lo que pase por la mente.

-No crea que siempre se habla mucho en esta casa -dice doña Juana-. La verdad es que nosotros hablamos poco. ¿O no, Juan? Lo que pasa es nos entendemos también con los gestos, las miradas, los movimientos. Uno sabe lo que quiere el otro y no cuesta nada ayudar en lo que se pueda.

 
 

De pronto el silencio se extiende por unos segundos hasta que alguien toma la palabra. A doña Juana madre le gusta hablar del pasado, de las casas con techos de paja y pisos de tierra.

-La gente se va olvidando de su historia -dice-. Yo al menos me acuerdo por lo que pasé. Siempre pienso en eso: todos vivíamos al mismo ritmo. Teníamos las mismas cosas, un techo de paja y un fogón. Siempre todo ha sido trabajar. A los flojos se los lleva el estero.

Los descansos son breves en la casa de los Paillán. Última ronda de mate y se levantan y retoman sus labores. Hay que limpiar la cocina, traer la leña, guardar a los animales. Hay tanto que hacer y pronto se hará de noche. La oscuridad hace que todos vuelvan a la cocina y que las tareas pendientes se hagan junto al fuego. La oscuridad avisa que es tiempo de cocinar y de volver al mate. Esta vez, se comparte en silencio.

Saliendo por el estero de Isla Apiao en búsqueda de la centolla al Mar Interior.


El agua del estero ofrece seguridad, no sólo a los navegantes que descansan aquí. Cuando el mar está bravo afuera, o la noche hace imposible continuar el viaje, la tranquilidad de estas aguas parece convivir bien con el organismo. Es parte del entorno cercano. Un amigo más del calor de las viviendas.

Me gusta pensar que cuando la noche es serena, las estrellas se reflejan en el estero. Es la misma imagen que los antiguos repitieron en la bóveda central de la iglesia. Como si la oscuridad de la noche permitiera un abrazo común entre el estero, el firmamento y la iglesia, llevando la paz a las almas que se quedan en la isla.

 
 

Don Juan

Por mi trabajo he sido siempre muy cercano a los fiscales de cada iglesia. Son ellas las personas por las que todas las decisiones importantes tienen que pasar. No solo cuidan de los templos, sino que también prestan ayuda y compañía a sus fieles. En Apiao el fiscal es don Juan Millalonco. Un hombre de muchos talentos que vive a la orilla del estero, listo a atender el llamado de cualquiera que lo necesite.

Juan Millalonco es carpintero. Más bien, carpintero de ribera, ya que construye y repara botes. Muchos de ellos, grandes botes que cumplen misiones difíciles desde el mar interior de Chiloé a los fiordos de la Patagonia Austral.

De los muchos tipos de bote que don Juan construye en su astillero, la chalupa es uno de los más importantes.

-Como usted sabrá, Mañungo, en estas islas es famosa la regata desde isla Apiao a Caguach -dice Juan-. Es una historia larga, para qué se la voy a repetir, si usted la conoce bien.

-Prefiero escucharla de usted, que la cuenta mejor -le echo unas flores.

-En el tiempo que empezó esta competencia, lo importante era ganar la regata y quedarse la figura del Cristo Nazareno. De los pueblos que participaron ganó Caguach. Así que el Nazareno se quedó en la isla. Los pueblos que no ganaron, para no ser menos, tallaron sus propias réplicas basadas en el original, y así las disputas se calmaron. Pero la fiesta continúa. Todos los días 23 de agosto se celebra este acontecimiento y es una tradición que se quedó para siempre.

-¿Y usted todavía participa? No me diga que se enfrenta con los remadores jóvenes.

-Por supuesto. Bueno, en realidad, no participo en las regatas, pero sí en la preparación de las chalupas.

 
 
 
 

Ahora don Juan me muestra una de las embarcaciones que está trabajando. Se ve el armazón de las cuadernas curvadas a fuerza de vapor para darle la forma que requiere. Después vendrá el entablado. Esta embarcación se utilizará para la cosecha de algas. Es el encargo de una familia amiga del lugar.

-¿Y todas esas lanchas varadas?

-Están esperando su turno para ser reparadas.

Me las muestra, una por una. Son lanchas grandes, muy bien pintadas y con su nombre ya inscrito en los cascos.

-Esta es la chalupa que usamos nosotros en la regata a Caguach -dice-. Figúrese que ya ha participado en varias competencias y siempre le va bien. Se llama la Jenni, como mi nieta.

-Se nota que es especial -le digo.

-La chalupa tendrá que vivir más que yo -dice don Juan, con los ojos llorosos-. El capitán de esta chalupa era mi hijo, que lamentablemente falleció muy joven. Cada 23 de agosto, cuando se hace la regata, nos juntamos a rezar por él.

 
Apiao_fiscal_CHR _0001-2.jpg

 

 

La iglesia ha sufrido cambios rápidos, siempre por urgencias. Si no es el fuerte viento, entonces es la lluvia la que expone la tremenda fragilidad de los templos. Los daños se acumulan y se han tenido que tomar decisiones difíciles en muy poco tiempo y con pocos recursos. El zinc ha reemplazado al alerce, en la techumbre y en las fachadas más expuestas a la naturaleza. La estructura ha sido constantemente reforzada y por dentro la torre es un nudo de palos en crucería que permiten se mantenga erguida. Son muchos los cambios, pero lo importante, por lo que he aprendido, es que haya un lugar al que cuidar.

 
 
 
 
 
Apiao_fiscal_CHR _0001.jpg

 

~ abrir los 12 cuadernos

la grandeza de las 12 pequeñas iglesias