El cuaderno de

Caulín

Mañungo en Caulín

Como una especie de rito, cada vez que llego a Caulín recorro los caminos que culebrean entre árboles, de ida y vuelta, varias veces. Me gusta impregnarme de esa atmósfera profunda donde la tierra y el mar parecen abrazarse al borde del camino. Y allí, detrás de una hondonada, como si quisiera que no la vean, la iglesia, con su torre solitaria, mirando el mar, empinándose tímidamente para alcanzar el horizonte.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

La iglesia de Caulín es parecida a muchas, pero no es igual a ninguna. Por eso me dan ganas de subir a la torre y abrazarme a ella. Es como mirar al pasado, hacia el fondo de los tiempos. Me hago la idea que, desde este extremo, mi vista puede alcanzar hasta la otra orilla. Es un privilegio poder hacerlo y tener fuerzas todavía para treparme como un gato.

En Caulín me siento muy querido. A las personas de aquí las considero como parte de mi familia. Familiares que uno no ve muy seguido y, pese a ello, me acogen como si fuera un hijo. Es lo que me pasa en Caulín, llego a cualquier casa como si tuviera la llave de la puerta de entrada a la vida de todos mis parientes.


Don Pedro

Hablar con don Pedro Naguel es conocer Caulín desde el origen, porque tiene muy clara su historia. Recuerda bien el 22 de mayo de 1960 y revive el golpetazo de la ola que aún resuena en sus oídos.

—El golpe fuerte del maremoto fue en la isla del frente, porque hasta la costa de Caulín sólo llegó el derrame de la ola. Menos mal. Que si no, desaparecemos todos. Claro que eso fue suficiente para que se llevara muchas casas y muchos amigos y también otras personas conocidas. Aquel desastre cambió la geografía de este lugar, y lo que antes eran humedales, donde había animales de muchas especies, disfrutando de la vegetación, hoy es arena cubierta por el agua.

Don Pedro ha hecho una vida en Caulín, junto a su mujer. Sus hijos le han seguido la huella y han construido, incluso, un mirador en su terreno, aprovechando que viven en la parte alta sobre el canal Chacao.

—Si Caulín es hermoso, ¿por qué no darlo a conocer? —me dice—. Cuando construimos el mirador sentíamos que le estábamos haciendo un homenaje al paisaje. Por favor, suba conmigo y observe.

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Desde lo alto se tiene una visión completa del lugar, teniendo en un primer plano la iglesia y muy cerca el cementerio. Al fondo se ve la isla de Lacao, hasta la que llegan aves de muy distinto tipo, aunque con el tiempo han ido desapareciendo.

—En Caulín antes abundaban los peces. Recuerdo que luego de la pesca los teníamos que sacar sobre carretillas desde la orilla del mar. Ahora también ellos han desaparecido.

La mesa está dispuesta para el almuerzo. Desde la cocina llegan los aromas de la sopa de mariscos que está a punto. Mientras tanto, los dedos de don Pedro bailan encima de las teclas de su acordeón, echando a volar los acordes de antiguas canciones isleñas, que cruzan el cristal de la ventana y se pierden con rumbo a las colinas de Caulín.

 

Doña Nolfa

A Doña Nolfa todos la conocemos. Es la cuidadora de las llaves del reino. Es ella quien abre y cierra la iglesia en Caulín. Quien quiera la llave para abrir el viejo candado tiene que hacerse un tiempo para sentarse a la mesa y compartir un momento en torno al fuego.

Con Doña Nolfa aprendo lo que es sacar lo mejor del mundo. No sé si alguien en las islas habrá padecido más tormentos que doña Nolfa, pero cuando uno trata con ella, es como si jamás hubiera sufrido ni un rasguño. Parece que fuera de acero. Pero un acero que protege un corazón de oro. Cuando uno escucha sus historias tiene la impresión de que el destino se ha ensañado con ella, porque perdió una hija en un parto, sobrevivió a un voraz incendio y, años más tarde el mar le quitó a su hijo buzo, Raúl.

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Doña Nolfa aún no se recupera de aquel dolor y detrás de cada cosa que me dice tiene a su hijo en el pensamiento. No puede alejar la idea de que Raúl sigue buceando en estas aguas, las mismas aguas que agitó violentamente el maremoto del año sesenta.

—Tengo clavada en la memoria una escena de ese maremoto —recuerda—. Yo era una niña y desde lo alto vi como el mar se recogió, cientos de metros hacia el continente. En ese momento aparecieron desde el fondo del canal las cumbres de las montañas que están ocultas allá abajo. Creo que es la única vez que he sentido terror en mi vida.

Lo increíble es que ella sigue, a pesar de todo, frente al telar, disfrutando de ese arte suyo, viviendo y regalando amor a todos los que están cerca. Aunque su piel esté marcada de cicatrices, asegura que el dolor no ha entrado en su cuerpo.

—¿Y cómo es eso? —le pregunto, mientras saboreo la cazuela de pava que ella me preparó—. No comprendo cómo se puede cerrar la puerta al dolor.

—La vida solo hay que entenderla, porque la vida terrenal siempre es así: dura, difícil. Hay que tomarse un tiempo y entenderla. Si pasó esta desgracia o tal otra, si uno se toma un tiempo encontrará explicaciones y luego, el consuelo. Todo se reduce a tiempo para entender y, luego, aceptar.

Su cara estaba velado por una paz contagiosa, al tono con la mansedumbre de las olas que contemplábamos a través de la ventana. Cuando terminó el relato yo había consumido la última murta en almíbar que quedaba en el fondo del vaso.

 
 
 
 
 
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Doña Carmen

En Caulín está doña Carmen Villarroel, que cada vez que voy me invita a su casa me regala amistad y me hace sentir como si fuera un familiar más. Tiene siempre una cama reservada para cuando llego. Eso es emocionante. Y como si fuera poco, aquí me agasajan con una buena fuente de ostras frescas y una copa de vino blanco.

Doña Carmen es osornina y se encariñó con Chiloé de tal manera que ahora es más chilota que los chilotes. Su esposo Aliro es chilote chilote y lo conoció cuando ambos eran adolescentes. Fue durante una travesía por el canal de Chacao, en tiempos en que se cruzaba en pequeños botes que tardaban una tarde entera en unir la Isla Grande con el continente.

Ella está orgullosa de lo que tiene, de lo que ha logrado construir: una casa, una huerta, un pequeño campo de frutales y una granja con unos cuantos animales.

—No crea que me vuelvo loca con el trabajo ni con las cosas que tenemos. A eso yo le dedico el tiempo que puedo, porque lo que me interesa es la familia. Lo demás es complemento. No le tengo ese apego loco a la naturaleza. Como usted ve, aquí hay gallinas, hay patos y muchas hortalizas. Pero crecen a la buena de Dios, sin tanto cuidado. Como que se las arreglan para crecer sin que las estén molestando. La lluvia y el sol hacen su trabajo. Y al final, tenemos un poco de todo. No tanto, tampoco. Pero lo suficiente. De eso se trata en realidad.

 
 

Don Aliro

Con don Aliro Alvarado nos conocemos desde hace muchos años. Es un hombre entregado a la causa que sirve. Pertenece a la directiva de la iglesia y a pesar de todas las dificultades que implica hacer una pequeña obra, con muy poco dinero, siempre está presente. Para Don Aliro la iglesia es su casa y por eso tiene archivados en su memoria todos los momentos en que ha participado haciendo obras.

—La iglesia siempre la estamos cuidando, como si fuera una persona mayor —recuerda—. Quizás el peor momento fue cuando la torre se vino al suelo y hubo que rehacerla completa. Lo bueno fue que se aprovecharon todas las piezas que quedaron en buen estado.

—Claro que sí, recuerdo que el maremoto del sesenta se llevó abajo muchas construcciones por todo Chiloé —le comento.

—Fue terrible, aquí también. Fue terrible, porque el agua del mar llegó hasta la altura de las ventanas. Parecía una película de terror. La iglesia flotaba en una laguna y el nivel se demoró muchos días en bajar. Los daños fueron tremendos, especialmente en los cimientos, porque abajo del piso la tierra se reblandeció y por su propio peso la iglesia se hundió unos cuantos centímetros. Bueno, para qué le cuento si usted mismo estuvo en las faenas de nivelación, cuando trajeron esas gatas hidráulicas.

—Sí, me acuerdo. Aunque no quedó como antes, por lo menos ya está más firme y más nivelada.

—Y a pesar de todo, la iglesia resistió. Bueno y acuérdese del cementerio, que quedó completamente cubierto. Usted también lo vio debajo del agua.

 
 

A pesar de todo lo que relata con vívida emoción, don Aliro se mantiene sereno. Al igual que muchos chilotes, tiene claro que la naturaleza es poderosa y ella sabe lo que hace. Nosotros tenemos que respetarla. Muchos piensan que son señales que nos están mostrando algo. También soy uno de ellos. Las cosas pasan por algo y muchas veces no queremos hacer caso a los mensajes.

 
 

—Me gustaría que las nuevas generaciones fueran más comprometidas —me dice, con poca esperanza—. Pero los jóvenes de hoy están en otro mundo, un mundo que yo entiendo poco.

—Tampoco yo los entiendo mucho —lo apoyo.

—Así como vamos, el futuro de la iglesia no se ve muy prometedor —me dice—. Algunos quieren revestir la iglesia con planchas metálicas, por ejemplo, pero yo creo que ese es un gran error. Las tejuelas le dan su sello y por eso vamos a buscar alerce donde sea para reemplazar las tejuelas viejas.

Aliro es un enamorado del alerce. Me asegura que es la madera que mejor se lleva con el agua. Se encuentra con la lluvia, deja que toque su superficie, pero no la deja entrar.

 
 

Corte longitudinal. Iglesia Caulín.

 
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~ abrir los 12 cuadernos

la grandeza de las 12 pequeñas iglesias