El cuaderno de

Matao

Mañungo en Matao

En Matao los vivos y los muertos conviven cotidianamente, como si no hubiera diferencia en su condición. Los límites entre lo natural y lo humano están definidos por la geografía. Al centro de todo, la explanada, rodeada por unas pocas casas y por el pequeño cementerio, donde se concentran los seres queridos que decidieron apresurar su partida.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

Matao es un terruño paciente, siempre a la espera, de la marea, de los vientos, de los abrazos. Antiguamente sus habitantes ansiaban la llegada de los navegantes de las islas menores que, en sus botes, se lanzaban al mar interior trayendo las noticias de los territorios lejanos. Quienes han decidido quedarse lo han hecho para cuidarlo, para querer la tierra y abrazar al mar. Hoy los visitantes llegan motorizados, haciendo uso de los caminos que serpentean por toda la isla, con la esperanza de encontrar refugio en la belleza que las mujeres, hombres y niños de Matao custodian.


Wladimir

A Matao he llegado casi siempre desde el mar y eso me parece fascinante. Pero no puedo negar que llegar por tierra también tiene su encanto, sobre todo si uno se embarca en el minibús de don Wladimir Vivar. Él mismo es una persona que atrapa con sus historias. La mayor gracia es sentarse de copiloto y escucharlo. Cuando toma la palabra, no pasan los minutos. Y a pesar de que siempre está hablando, no deja de prestar atención a la ruta ni de atender a los pasajeros.

Al interior del minibús tienen acceso todos los que necesiten movilizarse, incluyendo cualquier tipo de carga que lleven consigo. Lo peor que me ha tocado llevar -me dice- fue un grupo de chanchos. El olor de tres o cuatro chanchos hace que uno los recuerde por semanas.

Me río y pienso que, en mi caso, hoy le agrego varios kilos a la carga, porque nunca me despego de mi maleta de herramientas y de uno que otro bulto con regalos para mis amigos.

Hoy día, por ejemplo, me he subido en Achao y me he ido conversando durante todo el trayecto a Matao con Wladimir. A pesar de que es el dueño del minibús, tiene que ser estricto con los horarios y recorridos. Muchos confían en su llegada, llueva o relampagueé. Hace este viaje dos veces al día, de ida y vuelta, desde Matao a Castro, conectando toda la isla Quinchao con la capital.

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Él es de Matao y sale de allí cada mañana y retorna al mediodía. En la tarde repite el mismo trayecto y lo más hermoso es que conoce a cada uno de los pasajeros. Cuando se suben él estira la mano y si tiene suerte algunos le pagan el pasaje completo. Pero eso nunca ha sido lo importante para Wladimir. Está convencido de que hace un servicio para ellos, que son sus amigos, algo así como su familia extendida.

El camino es una fiesta con él. Conoce cada lugar y va contando la historia y habla de su vida, de sus seres queridos y también de sus logros. Cuenta que tuvo la oportunidad de instalarse con una flota de buses si se hubiera dejado tentar por la codicia. Pero descubrió que este modesto viaje cotidiano y familiar estaba a la escala de lo que su comunidad y él mismo requerían. Y él siente que les falla si no tiene a punto su vehículo cada mañana para que los vecinos vayan a hacer sus trámites a Castro o a Achao. O a los estudiantes para que asistan a sus liceos. Siente que frente al volante su paso por esta tierra ya está justificado.

No ha dejado de hablar, con un entusiasmo creciente. Parece que él no manejara. Es como si el vehículo obedeciera sus gestos, o tal vez su pensamiento, porque, sin que se note algún esfuerzo de su parte, el minibús se detiene automáticamente en las paradas, gira en las curvas y acelera en los tramos rectos.

Ha sido una mañana de mucha lluvia, pero ya estamos en Matao. Han ido bajando, uno a uno, los pasajeros y terminamos el recorrido en el patio de la casa de Wladimir, muy cerca de la iglesia. El motor deja de ronronear.

-¿Y qué tal si vamos a comer algo? Lo invito a almorzar, seguro Silvana estará feliz de verlo –me dice.

Le respondo que con mucho gusto. El todavía no sabe que Fidelia, mi compañera, les mandó de regalo una caja de galletas de miel, hechas por ella misma. Tampoco sabe que yo esperaba con ansias por este almuerzo.

Junto a Wladimir rumbo a Matao.

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Silvana

Con el fuego encendido y con la mesa puesta, Silvana me abre la puerta de su casa. La construcción colinda con la explanada de la iglesia y tiene una vista privilegiada del paisaje cercano. Por una de las ventanas vemos el mar, que hoy está bastante movido por los vientos. La cocina está conectada por una pequeña ventanita a la casa antigua de su suegra. Hacia el otro lado y atrás de la tele, otra ventana con una vista directa a la torre de la iglesia. Nadie podría entrar o salir de allí sin que ella se entere.

Decir que he ido muchas veces a trabajar en los arreglos de la iglesia es decir que he estado muchas veces en casa de Silvana y Wladimir. A veces dejo las herramientas más pesadas en su casa, con la confianza de que quedan a buen recaudo. Y cuando ellos se tienen que quedar en Mocopulli, por supuesto que nuestra casa está dispuesta para su alojamiento.

Silvana dedica las mejores horas de su día a cuidar. Cuida a sus dos hijos, cuida de Wladimir, se cuida a si misma y cuida, además, a una pareja de ancianos que viven junto a la playa. Tiene poco tiempo para el ocio y cuando lo encuentra, prefiere pasar las horas haciendo tortas que luego vende por toda la isla. Le encanta hacer lo que hace y vivir donde vive. Encuentra que su localidad es como un pequeño paraíso, y ella sabe disfrutarlo.

Gracias a cuidadoras como Silvana existen aún lugares como este. Matao, como todo hogar, necesita de la más delicada atención y protección. Aquí mucha gente llega y se aprovecha de la lejanía para actuar como no lo harían en otros sitios. Ella está consciente de que hay cosas que se están haciendo mal, por culpa de personas que no son de aquí y que sólo quieren hacer negocios con las industrias de los salmones o de los choritos.

Me duele que lleguen personas para contaminar nuestro paisaje, nuestro aire y estas aguas -me dice-. Pero prefiere ver lo bueno y lo bueno es que hay más trabajo para la gente de la zona, más movimiento, más oportunidades, creo. El paisaje está menos limpio, lleno de plásticos y basura, es cierto. Pero pienso también en la subsistencia y en el progreso de las otras familias.

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Doña Arcelia y don Manuel

La iglesia de Matao se ha mantenido por más de cien años. Pero eso no es solamente por gracia divina. Hay que reconocer que algunas familias han dedicado su vida a cuidarla. Y cuando los padres y madres ya no pueden más, los hijos se hacen cargo y así la van manteniendo. Aquí se trabaja nada más que por la fe, por amor y por el bien de la comunidad. Nadie gana dinero con esto. Más bien, lo contrario, porque siempre hace falta estar haciendo contribuciones para salvar las emergencias.

Ahora es el turno de doña Arcelia Colún, que tiene a su cargo las llaves y el cuidado de la iglesia.

-El padre Carlos viene a hacer misa para las celebraciones de la fiesta patronal de Jesús Nazareno –me cuenta-. Él debería venir todos los meses, pero ya casi no se aparece por aquí.

Arcelia lleva 6 años cumpliendo este trabajo y le gusta lo que hace.

-El 15 de diciembre es la fiesta de la patrona de la iglesia la Virgen del Amparo –me dice-. Después viene la celebración de abril, que es la misa de la Virgen de Lourdes, para Cuasimodo. Y el 15 de agosto corresponde celebrar la misa del Jesús Nazareno. Son las tres misas del año.

 

Yo le recuerdo que mi abuelo me hablaba de esta iglesia y que él tuvo la oportunidad de trabajar una vez reponiendo tejuelas, por lo menos, unos cuarenta años atrás.

-Así no más debe ser –me dice-. Esta iglesia es de 1905.

-Y por lo que sé, el lugar antes se llamaba “Matas”. Por lo menos así dice la campana que todavía está allá arriba.

En ese momento aparece el Presidente del Comité de iglesias de Matao, don Manuel Pichuncheo.

-¡Qué bueno que lo veo, don Manuel! -lo saludo-. Justo con doña Arcelia estábamos mirando los daños de la iglesia. Aún están aquí los puntales que colocamos por el interior, para evitar que el viento siga volcando el muro sur.

-Menos mal que están esos puntales que, si no, la iglesia estaría inclinada. La fuerza del viento no la para nadie –dice don Manuel-. Más encima que el agua que baja por el cerro, cuando hay aluviones, se mete por debajo de los cimientos y la iglesia queda como flotando.

Después nos pusimos a hacer recuerdos de la minga que se hizo para rehacer la fachada del lado oriente. Las tejuelas se habían ido adelgazando tanto que ya se veía desde adentro hacia fuera y entraba un frío imposible de soportar. Entre los vecinos juntaron unos fondos, pero no se habría podido hacer nada si no hubiera sido por un grupo de antiguos residente de Matao que ahora viven en Punta Arenas y que les ha ido mejor en la vida.

-Ellos se reunieron y nos mandaron un poco de dinero y con eso pudimos comprar las tejuelas de alerce y tablas de tepa para el encamisado -dice don Manuel.

-Es impresionante cómo todos quieren la iglesia –reconoce doña Arcelia-. Y también cada una de las imágenes que hay adentro. Mírelas, por favor. Están muy bien cuidadas, listas para salir en procesión los días que se celebran las fiestas patronales.

-Es cierto –confirma don Manuel-. Es un lujo esta gente, porque quieren la iglesia más que su propia casa. Para qué decir la Arcelia. Y toda la familia de la Arcelia, y no porque esté ella aquí presente, pero han dedicado los mejores años de su vida a administrar los pocos fondos que hay en la iglesia, a cuidarla, a mantenerla limpia.

-Es lo que corresponde no más –dice ella, humilde.

 
 

Recorrido por el interior de la torre pórtico.

 
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la grandeza de las 12 pequeñas iglesias