El cuaderno de

Compu

Mañungo en Compu

La iglesia se ha dejado desteñir por el tiempo. Es como si se mimetizara con el otoño. Es, en realidad, una iglesia otoñal, patinada por los años y donde los colores encendidos han ido cediendo paso a todas las gamas de pardos, grises y tonos plomizos.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

Compu tiene mucho de silvestre, como si los humanos todavía le debieran mucho respeto a intervenir lo natural. Por eso, todo es un poco rústico, hecho en bruto. Y así está bien. Pareciera que no hace falta que las cosas sean más elaboradas si son verdaderamente útiles.

Cada persona cultiva el espíritu como lo más importante de su vida y da la impresión de que todos aquí repiten esa fórmula. El mar, la tierra, las olas y los árboles, un conjunto que se mete en la sangre. Se respira ese aire, el mismo que han respirado los grandes caciques Huilliches que Compu ha forjado.

Romance
“el hacha de piedra”

Cachal cura cachal cura
cachi welay cachi welay
cheu mozen dai aim ijuchan
male lai kitral melklai mamill
wadqui welai widi
abu welan üal
dapay pichi piñen

Hacha de piedra
no corta nada
como viviré moriré de frío
no hay fuego no hay leña
no hierbe la olla
no cocerá la comida
morirán nuestros hijitos

José Santos Lincoman
1910-1984


Doña Zoila

Zoila Lincoman es hija del que fuera el cacique José Santos Lincomán, un hombre querido y muy recordado por acá. A José Santos no le importó ser perseguido por buscar la justicia que clama su pueblo en Compu. A pesar de la lucha que llevó a cabo, encontró espacio para crear poesía y cuidar de la familia. De don José yo siempre escucho el poema que musicalizaron los Llauqui, de Quellón. Habla sobre el mar. El mismo mar que ahora miro desde la casa de doña Zoila.

Estando aquí, no resisto la tentación de sentir bajo mis pies el suelo húmedo después de la lluvia y ver cómo la mano bendita de doña Zoila permite que todo florezca, que todo verdezca. Ahí están las huertas: las papas, los ajos, las acelgas, las lechugas. Hay pepinos, hay cilantro, limones, almácigos de zapallo italiano.

Y más allá, otro invernadero un poco más grande, donde el limonero se impone por su altura. Como que las plantas y las verduras se inclinaran para saludarla. Ahí están también los pimientos y una parra que se da el lujo de producir uvas en el verano, guarecida de los fríos y las lluvias.

-Es una uva deliciosa -me dice, contenta. Es como un lujo para nosotros, porque aquí la uva no se da fácil.

El interior de su casa está muy cuidado. Casi con devoción. Hay retratos y objetos en los muros de madera.

-Aquí está mi padre -dice con orgullo, mostrándome una foto. Todos los recuerdan con respeto, porque hizo mucho por la isla y por su gente. Nosotros, como familia, cuidamos el legado que nos dejó. Nos preocuparemos de que siga descansando en estas tierras.

A pesar de que el viento ruge, el mar se deja sentir. El mar siempre está a la vista, desde la cocina, desde los dormitorios.

-Esta es la casa que nos dejó mi padre -dice-. Tiene el mar dentro.

 

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Leonardo

Leonardo Antipani parece provenir de la misma cepa que doña Zoila. Es gentil, de buen porte y cuerpo firme. Juntos paseamos por su tierra, viendo todo lo que puede hacer aquí.

-Este terreno tiene una hectárea, justa, ni más ni menos -me dice.

A mí me parece que no son menos de diez. En este terruño cuida animales, gallinas, cerdos y ovejas. De los manzanos obtiene la apetecida chicha. Si tiene suerte, la alcanza a vender cuando aún está dulce. De la tierra trabaja cada metro cuadrado: cultiva, planta y cosecha y, en el ciclo siguiente, vuelve a plantar. Me asegura que la fertilidad tiene que ver con la luna. Por lo tanto, eso lo tiene muy presente y ni siquiera necesita mirar el calendario.

 

-Trabajar esta hectárea es un trabajo a tiempo completo -me dice-. Tengo que estar siempre al pendiente. De todo, incluso de las estrellas y de la luna. Por ejemplo, ahora, con la luna menguante me toca la siembra de habas y, con la creciente, me tocará sacar las papas y los ajos.

 

Junto a la casa hay un invernadero grande, blanco, limpio y ordenado.

-Este invernadero no es mío -me dice Leonardo-. Es de la Francisca. Aquí sí que no me dejan entrar. ¡Mire, ahí la tiene! -me muestra Leonardo-. Ahí está, trabaja sin descanso. Apenas se ve entre sus plantas y sus hierbas.

Por estos días Leonardo está confeccionando un yugo para los bueyes que tiene arriba, en el cerro. Aquí mismo dispone de todos los aperos necesarios para realizar la faena. Lo que le falta es tiempo. Él distribuye sus horas entre la casa y el terreno que está en lo alto.

Leonardo domina como pocos el gualato, el azadón y la pala. Con estas herramientas construye y desarma lo que haga falta.

-Esto se lo debemos a la abuela María Emilia, que dejó a mi cargo todos los terrenos que había comprado junto con su marido.

-Ha sido usted un ejemplo de heredero -le hago justicia.

Leonardo elude el reconocimiento con una sonrisa breve.

-Mi misión es cuidar su legado y algún día entregárselos a mis hijos -contesta, con el pecho lleno de oxígeno fresco. Francisca, que se ha aproximado, lo mira con orgullo.

Desde el patio de su casa se ve el mar, pero no se puede alcanzar. Un alto precipicio los separa del agua.

-Esa debe ser la razón por la que nadie en esta casa sabe nadar -se ríe Francisca.

 

 

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Marcelo

Cada vez que me encuentro con Marcelo me siento en confianza. Bueno, con casi todos los que me reciben en las distintas localidades. Pero Marcelo es muy especial. Es como si siempre estuviera esperando que yo llegue, porque, sin buscarlo, se me aparece en los alrededores de la iglesia. A sus cuarenta años ha entregado gran parte de sus energías a embellecer lo que está adentro de la iglesia. Él se vale de sus habilidades artesanales. No sólo ha trabajado en la imaginería, sino que ha sido capaz de tallar la Virgen del Carmen con que cuenta la iglesia. Esta figura es permanente motivo de veneración. El mismo Marcelo confecciona las vestiduras de los santos y todo lo que sea ornato.

 

-¿Cómo está, don Mañungo? Qué bueno tenerlo por acá de nuevo. Como que el llamado de la iglesia hace su efecto, sobre todo en las personas que la quieren -abre sus brazos en señal de bienvenida.

No puedo menos que agradecer sus palabras y retribuirle con otras que, de verdad, se merece.

-La iglesia sin usted está desamparada -le digo-. Las puertas del cielo ya están abiertas para usted.

-¿Tan pronto me quiere mandar al cielo? -me contesta, riendo.

-Por ningún motivo. Usted sigue haciendo mucha falta por acá. A usted también le deberían hacer una imagen adentro de la iglesia.

Vuelve a reír y me habla con entusiasmo de las festividades. Se sabe de memoria la fecha y protocolos de cada una de las fiestas y el detalle de todos los momentos de la celebración.

-Me gusta leer, me gusta averiguar, soy busquilla, voy por aquí y por allá, tratando de completar mi rompecabezas -me asegura-. Por eso hablo con los ancianos, con la gente que ya tiene una vida en el cuerpo. Y, al final, siempre termino algo decepcionado, porque pareciera que no hemos avanzado. Son muy pocos los que se interesan en contribuir con la iglesia y con las tareas que demanda.

 

Corte longitudinal iglesia de Compu.

-Antes la iglesia era muy distinta -me dice-. La torre fachada, no existía como la ve hoy. Es una iglesia que se ha hecho de a poco, según las fuerzas y los recursos de los propios habitantes. Podría decir que lo que ahora existe se hizo entre varias generaciones, gracias a los carpinteros locales, gracias a las mujeres y los hombres de buena voluntad.

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~ abrir los 12 cuadernos

la grandeza de las 12 pequeñas iglesias