El cuaderno de

Llingua

Mañungo en Llingua

Nunca he sabido si la vida aquí en Llingua fue planificada o si fue resultado del simple crecimiento natural. Seguramente en esta isla lo primero fue marcar un lugar, significativo, donde muchas energías confluyeran. En algún momento hubo quienes decidieron que aquí se levantaría un templo, que el espacio vacío no bastaba.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

Para acentuar su presencia se liberó, frente a su fachada principal, un lugar, plano y libre que duplica el largo de su nave. El espacio liberado no solo es para los vivos. El cementerio también es parte de la trilogía sagrada: el templo, la explanada y el camposanto. Un complejo sacro que se abre hacia el mar y que se conecta con él mediante un muelle que, en su historia, se ha hecho cada vez más resistente al tiempo.


Juan José

Juan José Mansilla es heredero de una tradición que su bisabuelo inició aquí, en Isla Llingua. A pesar de tener apenas 16 años, se siente responsable de perpetuar el legado de su familia y, para lograrlo, debe permanecer en Llingua.

Juan José vive con su padre y es feliz con él. Le gustan las plantas y cultiva hierbas medicinales, especialmente menta. Tiene alcachofas, ajos y, en el huerto, además, algunos árboles frutales. Cuida mucho de sus flores, especialmente de sus calas, porque son delicadas y porque su abuelo solía cuidarlas antes que ellos. Me muestra los manzanos, los ciruelos y las plantas de frambuesas.

-Con mi papá nos preocupamos de todo esto que nos dejaron los abuelos -dice, con orgullo-. Juntos hacemos cosas para que todo esto esté mejor.

Aquí las plantas crecen sin mucho control. Ahora parecen más bien plantas silvestres. Pero lo importante es que las trajeron sus abuelos y que están para cuidar de Juan José y su padre.

 

Sobre el pasto verde y sin cortar están los juegos que junto a sus amigos han inventado para simular ser otras personas y estar en otros lugares. Hay espadas, escudos y refugios hechos del material que dejan los industriales. Junto a la casa del árbol hay una hamaca tejida con redes de pesca.

-¿Y esta hamaca? -le pregunto.

-La hice yo mismo y la colgué entre estos dos árboles. Aquí descanso y miro el mar, hasta que me quedo dormido.

Juan José es músico, como su padre. Está esperanzado en que sea la música lo que le permita quedarse en la Isla, igual que a su padre.

-¿Y cómo lo harás para vivir de la música desde acá? -le pregunto.

-La verdad es que no lo sé. Pero sí estoy seguro que aquí es donde quiero estar -abre los brazos mirando en derredor-. Mi casa no es grande, pero tiene mucho terreno para que yo camine con mis animales. Tiene una puerta y un camino que sale hasta la playa misma y en la playa me puedo ir andando de punta a punta de la Isla. Aquí me entretengo y me relajo.

 
 

Voy tras sus pasos, escuchándolo. Él describe lo que ve, las cosas que lo emocionan. Me va mostrando las casas. En muchas de ellas viven sus amigos, así que conoce bien lo que hay en cada una.

-Yo me la paso en las casas de mis amigos, de mis tíos y parientes. Los voy a visitar, a copuchar y a tocar música -se ríe.

Juan José conoce muchas historias de la Isla. Sabe, por ejemplo, que donde ahora está la iglesia, antes estuvo el cementerio. Y que para cambiar de sitio el camposanto tuvieron que mover los cuerpos que descansaban ahí.

-En este cementerio están mis abuelos y bisabuelos -me cuenta-. Muchos tíos y parientes que han muerto. Algunos se fueron bien viejitos y otros más jóvenes.

Juan José se siente muy cercano a su abuelo, Juan Bautista Mansilla, que descansa en el cementerio. Con frecuencia lo visita y le habla, le prende velas y cuida de las flores que acompañan su tumba.

-Estas calas son falsas. Las hicimos de goma. Son para recordarle por las muchas flores que nos dejó en la casa -me cuenta, con emoción.

Estando acá, dentro del cementerio, es imposible no pensar en la muerte. Y, desde luego, en la propia. Juan José me dice que si de él dependiera, preferiría morir en esta isla.

-Me gustaría vivir aquí hasta bien grande, hasta ser un abuelito -me confiesa-. No me imagino viviendo fuera de la isla. Para conseguirlo debo tratar de estar aquí, nada más.

 
Llingua_JJ_3_ CHR _0001-2.jpg

 

 


Doña Zaida y don Humberto

Casi toda la familia Paillamán se quedó en Quehui. Pero doña Zaida se estableció definitivamente en Llingua. Su vida es una vida de trabajo, sin descanso. Aquí abundan las papas y los ajos. Y en el invernadero dispone de cebollas, orégano, cilantro, lechuga y un sinnúmero de otros cultivos. Tiene perejil y hierbabuena. Solamente la frutilla se secó.

Por su campo caminan en libertad las gallinas, las ovejas. Las gallinas ponen huevos en cualquier parte y hay que ir por ellos, en su busca.

-Me gusta que no importe por donde camino, porque siempre hay cosas que atender. El que mejor lo pasa es Valiente, nuestro perro.

La isla es pequeña, pero hacia el centro se vuelve muy escarpada. Los caminos son muy complicados de transitar y las distancias se hacen incluso más largas si el tiempo no acompaña.

-Debe ser difícil vivir tan lejos del embarcadero -le digo.

-Aquí es como vivir en las montañas. Es solitario y muy silencioso. Ahora ya no me acerco tanto a la playa. Como que no me dan las piernas.

Seguimos caminando entremedio de árboles y arbustos. En un momento se detiene a descansar y mira hacia atrás, fijando la vista en su casa. Me cuenta que hace cincuenta años que vive con don Humberto Mansilla, en esa misma casa.

-Hemos envejecido juntos en ella -dice, y rompe a reír. Sabe que tendrán que hacer una vivienda nueva, porque la actual está muy desvencijada.

-Aquí hay una siembra de ajo, pero hay que sacarla. Cuando pasa mucho tiempo echa a perder la tierra, así que el próximo año plantaremos papas. Hay que barbechar la tierra para dejarla a punto de la siembra. En octubre tenemos que contratar una persona para que nos ayude. Humberto ya no está en condiciones. Pero nadie trabaja de balde y para eso hay que contar con unos ahorros.

-¿Es buen negocio sembrar la tierra?

-Uno no trabaja para hacer negocio, en realidad. Sembramos para el gasto. Bueno, y si queda algo, se vende.

En el medio del terreno nos sentamos en un tronco. Luego se acerca don Humberto y se sienta con nosotros. Don Humberto ha sido fiscal de la iglesia de Llingua durante muchos años.

Don Humberto conoció solamente a su madre y creció entre personas extrañas. Cuando era joven trabajó en una lancha a vela. Navegaba entre Puerto Montt y Quehui y ahí conocío a doña Zaida.

-Mi madre era demasiado pobre -dice, con la mirada perdida en el paisaje-. De mis doce hermanos conozco apenas a dos. Tuve una vida triste y sufrida. Así no más fue. A los catorce años tuve que dejar de estudiar, porque no había plata, y me fui de la casa para ponerme a trabajar. Y ahí estuve, cuatro años, en una lancha velera. Y después partí a la cordillera. Me entusiasmaron con la pesca de la sierra.

-Después regresé a Llingua -continúa, y la vida se enfureció conmigo. Iba a la iglesia y le pedía ayuda a Dios, pero no había caso. Recuerdo que me señalaron para fiscal de la iglesia y hasta me daba vergüenza que me hubieran elegido. Estaba mal, no sabía qué hacer. Y ahí fue que caí en la tentación del trago.

Doña Zaida lo escucha con atención, como si fuera para ella una historia desconocida.

-Yo estaba aún peor y me sentenciaron. Me acuerdo que me dijeron: “Si no dejas de tomar no podrás seguir siendo fiscal”. Entonces yo tuve que decidir: o dejaba el alcohol o me condenaba, porque ya no podría ir a la iglesia.

Se ríe un momento antes de proseguir.

-El problema no era fácil. El trago es cosa seria. Por suerte que me iluminó el Señor y volví a la iglesia y pude seguir como fiscal. Sepa usted que ya llevo cuarenta y dos años como fiscal.

El invernadero de Doña Zaida en Isla Llingua

Una conversación junto a Don Humberto.


Don Hugo

Don Hugo es un caso distinto. O tal vez, igual. Un hombre dedicado a múltiples oficios, muchos de los cuales incluso desconozco. Se podría decir que llegó a dominar el arte de hacer cosas como nadie. Por ejemplo, copió una casa de Achao y la hizo idéntica, pero en su tierra, en Llingua. Su padre, que vivía algunos metros más abajo de la ladera, tenía un terreno que llegaba hasta el mar y no sabe por qué querían arrebatárselo en el gobierno de ese tiempo. 

-Por eso yo decidí hacer mi casa un poco más arriba, para asegurarme de que no me la quitaran -me cuenta-. Y con mucho sacrificio junté dinero y materiales y los fui transportando y logré hacer esta casa en la que estamos. La madera la traje desde muchos sitios. Ya ve usted: estas vigas, que son de mañío, tienen por lo menos ocho metros de largo y eso fue muy difícil de transportar. Usted que sabe de maderas, podrá reconocer el canelo aquí, en el segundo piso.

 

-Pero también hay tepa.

-Quería pillarlo. Justamente es tepa y canelo -me palmotea el hombro, riéndose-. Hijo de Leandro tenía que ser. ¿Sabe que con su padre yo trabajé muchas veces?

Enseguida, con el índice adelantado, me muestra los muros. Como usted ve, por fuera está toda revestida de las tejuelas que traje desde Hualaihué. Son cerca de dos mil. Cada tejuela tiene aproximadamente un metro de largo y se traslapa con las otras unos dos tercios, para que no se meta el agua.

Se inclina para mostrarme la base de la casa.

-Fíjese que la casa no está encima de poyos de concreto, como los que hacen ahora. Está encima de piedras que yo mismo fui trayendo de por aquí cerca, de los alrededores. Y todo esto lo aprendí ayudando en construcción. Bueno, enseñanzas de don Leandro también.

 

Una visita a la casa de don Humberto.

 

Don Hugo no se abre a cualquiera, pero nosotros nos conocemos bien y nos tenemos confianza. Nos sentamos juntos a la mesa y mientras esperamos que las empanadas estén listas, saca un antiguo álbum de fotos, lleno de pequeñas fotografías que él mismo hizo durante su juventud.

-Como usted sabrá, Mañungo, de muy niño me fui a trabajar a la Patagonia. No tenía ni 18 años, pero lo más bien que me las arreglaba para dirigir, sin ayuda, la hacienda del patrón. El patrón me tenía confianza y, por eso, en invierno me dejaba solo en la hacienda. Los días eran cortos y el frío era mucho. La nieve a veces nos bloqueaba por semanas y no había mucho que hacer. Todo eso lo tengo registrado en estas fotos. Pero, como usted sabe, mi trabajo en ese tiempo era cuidar de las ovejas, de los miles de ovejas que había y para eso tenía que hacer muchas cosas de las que hoy no me siento orgulloso.

¿A qué se refiere? -le pregunto.

-Le hablo de los leones -me contesta, fijándome la vista-. Los leones por ese tiempo eran una amenaza, no solo para el rebaño, sino que también para nosotros. Teníamos miedo de que alguno, buscando comida, nos atacara. Así que teníamos que salir antes que ellos y poner trampas en el campo. Era la única forma: cazarlos antes de que nos cazaran.

Llingua_hugo_ CHR _0001-3.jpg

 


Doña Irene

Doña Irene Mansilla es artesana desde hace más de cuarenta años. Se dedica a trabajar con manila, tejiendo objetos del más variado tipo. Domina tanto la técnica que es capaz de inventar cualquier tipo de formas y hacer utensilios y recipientes para el uso doméstico. La manila se va a trenzando y con ella teje canastillos, bandejas, paneras, cajitas y una serie de objetos decorativos. Mientras va hablando, no deja de tejer. No necesita tener la vista puesta en sus manos. Como que la manila sabe lo que tiene que hacer.

Enseguida me cuenta que la manila hay que plantarla en la época que corresponde, dependiendo de los ciclos de la luna. Toma mucho tiempo aprender a dominar el oficio.

Como muchas de mujeres chilotas de por acá, desde su infancia no ha hecho otra cosa que trabajar. Y en lugar de quejarse, lo agradece. Todo ha sido para bien de ella y de su familia. Le gusta cortar la leña, le gusta cocinar. Vive contenta en su casa, junto a don Hugo, su marido. Y, como pocos aquí, porfiadamente han permanecido en su isla. Ama su tierra y sus raíces. No las cambiaría por nada.

 

Junto a otras quince mujeres, es parte de una agrupación de artesanas que tiene por nombre “La ballena dormida” y reciben encargos desde todo el país.

-Por ejemplo, el canasto de junquillo, que sigue siendo el más solicitado -me explica doña Irene-. Lo bueno es que la materia prima se encuentra cerca. El secreto está en prepararla cuidadosamente. Cuando está perfectamente hilada, el tejido se hace fácil y no se producen fallas.

_54A6828.jpg

 

 

Con una cesta en sus manos, agrega:

-Aquí aprendí que tejer es un ejercicio no solo para las manos, sino que también para la memoria.

-Y además, este oficio los mantiene unidos -le digo.

-Eso es muy cierto -contesta. Luego añade, con algo de desencanto:

-Antes se hacía más vida familiar. Los vecinos nos visitaban y nosotros a ellos como si fueran parientes. Comíamos juntos, compartíamos alimentos y cosas. En cambio, ahora, bueno, usted se da cuenta: cada uno se las arregla en su casa, como puede. También es cierto que todos estamos más viejos y los jóvenes ya se fueron a otros lugares.

-Al final muchos se están yendo de la isla.

-Es que no hay mucho que hacer acá -dice don Hugo-. Nadie puede sobrevivir si no es contratado por la empresa. Ahora hay muchas casas vacías. No existe pesca para los artesanos.

-La electricidad llegó hace solo cinco años -dice doña Irene-. ¿Pero, qué pueden hacer los jóvenes con electricidad y sin trabajo? Se tienen que ir -concluye ella-. No queda otra. Simplemente, se tienen que ir.

-El peligro es que la gente vende sus propiedades a bajo precio y son compradas por las empresas -completa don Hugo-. Ellos se van adueñando de la isla. Parece que el destino está marcado.

 
DJI_0082.jpg

 

~ abrir los 12 cuadernos

la grandeza de las 12 pequeñas iglesias