El cuaderno de

Huyar Bajo

Mañungo en Huyar Bajo

En Huyar Bajo los muertos siguen aferrados a la mano del creador. Están allí, llamando desde el muro trasero de la iglesia para que les dejen entrar de nuevo. Ellos parecen ser los elegidos para estar siempre junto a esa casa protectora, sin importar que la vida siga en la superficie y las empresas extractoras aproximen sus máquinas y dejen su huella invasora en el territorio.

 

Mapa del archipiélago de Chiloé.

Dicen que cuando los conquistadores navegaban por las aguas del mar interior, llegaron primero a este sitio. Y a lo mejor es cierto, porque en Huyar Bajo uno respira una historia antigua, que se siente en el aire, en el agua y en el viento. ¿Cómo explicar el interés que tantos han puesto por este remoto lugar?.

En mis idas y vueltas he sido testigo del cambio, del movimiento que no se detiene. He visto cómo la vida se ha replegado. He notado como mucha gente se ha ido y cómo unos pocos resisten, aferrados a la tierra de sus raíces, que cada vez tiene menos relación con la postal que muestra la película. Lo más triste es que cada vez tiene menos tejuelas para contar.


Don Armando

Armando Sotomayor ya armó su vida. Hizo lo que tenía que hacer. Sus hijos se educaron y tienen vida propia. Lo suyo ahora es administrar los años que le quedan y ser útil a esos parientes suyos que todavía permanecen en esta soledad. Conversar con él es hablar con una persona dolida, profunda, pero optimista y que está segura de que cada día le dará el beneficio que le hace falta.

A pesar de que vive lejos del poblado, se las arregla para venir a cuidar de su tío Juan y hacerle buena compañía en estos tiempos difíciles. Don Juan vive en una de las casas junto a la playa, al final de la calle única del poblado. El tiempo le ha ido quitando espacios a la casa, haciéndola cada vez más pequeña. El segundo piso quedó inhabitable por la ruptura de las vigas de madera y, abajo, algunas habitaciones han sido invadidas por la humedad.

 
 

Aquí estamos, en la nada misma -me dice don Armando-. Tenemos lo justo para esta vida. Nada más -agrega-. Hay para comer y también espacio para echar los huesos en la noche.  Lo que sobra es aire, espacio y un paisaje abierto al mar. Este antejardín no necesita rejas. ¿Para qué? El único que se mete a la casa, sin salvoconducto, es el viento fresco.

 

El mar es casi siempre amigo, pero a veces se pone bravo y sube. Por suerte se detiene en el borde de las ventanas. Como que la naturaleza tuviera su corazoncito y supiera que no hay que maltratar a gente tan buena.

-No tenemos nada importante, pero para nosotros es todo– me dice don Armando, mostrándome unas fotos antiguas colgadas en el muro de la habitación de su tío.

Don Armando tiene las raíces en Huyar Bajo, como los ancestros de la familia Sotomayor. No está en sus planes alejarse de allí. Más bien al revés: siente que se acerca cada vez más al camposanto para cuidar a sus antepasados. Allí están sus parientes más queridos y hay que mantener las tumbas limpias, como se lo merecen. Piensa, en todo caso, que es la última generación que se hará cargo de esas tumbas, porque nadie está dispuesto a permanecer en esa soledad y en condiciones tan duras. Quienes se quedan aquí aceptan vivir un exilio voluntario.

Una visita al cementerio de Huyar Bajo junto a don Armando.

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Doña Teresa

Me gusta conversar con doña Teresa Sotomayor porque es franca y dice las cosas tal como las siente. Y como hija de este lugar agradece que esta tierra y este mar le hayan dado todo, a ella y a su hijo.

Se acuerda de aquellos días de ilusión, cuando el famoso director Silvio Caiozzi se fijó en su casa, que colinda con la iglesia.

-En realidad, no se fijó en mi casa, porque no le interesaba –me aclara-. Lo que le interesaba era la fachada y que se viera bonita en su película. Ni siquiera supo cómo es  por dentro. Un día cambió mis latas oxidadas por tejuelas, para que se vea como una casa típica de Chiloé. Hasta le puso un letrerito que decía “bar”.
-Cómo me habría gustado trabajar en ese bar -me dice, aunque sé que todo era inventado.

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Afuera de su casa siempre se escuchan ruidos, de camiones y maquinarias. Se sienten olores penetrantes, como a mariscos en mal estado. Justo hoy parece que la paciencia se le agota y mientras caminamos por la calle única no deja de hablar a voz en cuello.

-Muchos de los afuerinos que llegan aquí sólo vienen a sacar provecho. Ya ve lo que están haciendo ahora las industrias pesqueras. A ellos no les interesan las personas o la comunidad, sino el negocio y nada más que el negocio -me dice, con rabia.

Pasamos caminando frente a la iglesia y el cementerio, por la playa. Llegamos al sitio donde los industriales almacenan todos sus desperdicios y en este lugar el olor se vuelve insoportable.

-Nunca habíamos vivido de esta manera, como unos verdaderos cerdos– grita con indignación, haciéndole el quite a los montones de escombros que llenan el extenso terreno.

Para Teresa la llegada de esta empresa ha sido un verdadero desastre. Y más que eso, una invasión que jamás imaginó. Se acabó la tranquilidad y el paisaje natural.

-Hay más trabajo para la gente, es cierto -reconoce-. Hay muchos que ahora cuentan con su platita. Esa es la parte buena. Pero, también hay que ver lo malo. Porque, así como vamos, nos tendremos que ir todos de aquí. Nadie puede vivir en un basural. Hay plástico por todos lados, basura que se va metiendo al mar y que después intoxica a los peces y a todos los animalitos del agua.

Yo intento consolarla, pero parece un esfuerzo inútil

-No hay respeto por la gente -asegura, ofuscada-. A nosotros ni nos saludan, porque deben pensar que somos unos animales que necesitan un poco de comida y unos sacos para dormir encima.

Trato de contenerla, pero Teresa está demasiado agitada. Hay lágrimas de impotencia en sus ojos.

-Lo malo es que primero nos tendremos que ir nosotros –se queja, llorando.

 

 
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Cuando uno quiere tanto a los amigos, las cosas que les pasan a ellos es como si le pasaran a uno mismo. Después que me despedí de doña Teresa me subí al cerro y me puse a mirar la playa y le encontré toda la razón. De verdad es como para sentarse a llorar.

Ahora que pongo más atención, cuento las casas junto a la iglesia y, claro, faltan algunas. Entre ellas, ¡la de doña Estelvina Huilquiruca! Algo había escuchado, pero siempre me pareció una historia demasiado increíble. Pero ahora compruebo que es verdad. Alguien se la llevó completa. Ni las piedras de la fundación dejaron. Este lugar parece que para muchos es como un botín de guerra. Ojalá que por respeto a los muertos que la están custodiando, en el cementerio vecino, dejen la iglesia ahí mismo.

Huyar Bajo y las casas faltantes. Foto: año 2008.


Doña Estelvina

La guardiana de la iglesia es, justamente, doña Estelvina. Todos saben que ella guarda las llaves y que hay que pasar por su casa antes de entrar a visitar el templo. Se conoce la historia completa, desde su fundación, y la cuenta como si hablara de su familia. Habla con propiedad y convencimiento.

-Aquí celebramos algunas fiestas al año, como la de la Virgen del Carmen, el 16 de julio y la de San Juan Bautista, el 24 de junio. ¡Ah! y el 15 agosto, la Virgen del Tránsito.

Se sorprende porque me ve tomar notas.

-No me diga que de carpintero pasó a ser periodista.

Yo me río de su ocurrencia y le digo:

-No, doña Estelvina. Es que, como se me ha echado a perder la memoria, tengo que ir anotando lo que me interesa para no preguntarlo tantas veces.

Ahora su cara es sonriente:

-También está la de Jesús Nazareno, el primer domingo de septiembre. Hay otras más, no tan importantes, pero igual las celebramos, como la de Santa Teresita y la Virgen de la Aurora. Cuando el tiempo nos acompaña, vienen unas veinte personas y eso es muy bueno.

Ella siempre ha estado encantada con Huyar Bajo. Dice que es una localidad de película.

-Como usted sabe, por aquí estuvo el director de cine Silvio Caiozzi y se enamoró del lugar. Grabó durante semanas, en el terreno mismo. Se volvió loco con la iglesia y con la apariencia de algunas casas. Entre ellas, con mi propia casa, la de la costanera.

-Pero doña Estelvina, su casa ya no existe. No aquí, al menos –le digo.

-Bueno, sí, es cierto. Tengo que decirle la verdad: tuve que venderla por necesidad. Pero cuando vi cómo se la llevaban, se me desgarró el alma. Pero bueno, qué le voy a hacer, yo necesitaba esa plata.

Huyar bajo, año 2008

La casa de doña Estelvina, año 2008

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