
El cuaderno de
Caulín
Mañungo en Caulín
Como una especie de rito, cada vez que llego a Caulín recorro los caminos que culebrean entre árboles, de ida y vuelta, varias veces. Me gusta impregnarme de esa atmósfera profunda donde la tierra y el mar parecen abrazarse al borde del camino. Y allí, detrás de una hondonada, como si quisiera que no la vean, la iglesia, con su torre solitaria, mirando el mar, empinándose tímidamente para alcanzar el horizonte.
Gracias a que todavía tengo cualidades de gato, me subo a la cubierta y me abrazo al cuello de la torre, como para imaginarme qué es lo que ella está mirando a la distancia. Y me pongo en su lugar y me imagino como si yo fuera ella, como una especie de vigía y es el momento en que más quiero la isla.

Hago cuenta de que alguien me encargó cuidarla desde lo alto. Agarrado de la torre me dedico a observar todo lo que se mueve: las nubes, los pájaros el follaje de los árboles con el viento.
Desde la techumbre de la iglesia también visito al pasado, aunque parezca increíble. El pasado está ahí, concentrado en una hectárea de tierra. El pasado es hondo, es inmenso y no tiene término. En el suelo, casi formando una ronda, las tumbas y las cruces. Hermanándose con la iglesia, el cementerio.
El cementerio es el guardián de todas las generaciones que por aquí han pasado y los reúne allá abajo, en una minga secreta. A lo mejor con un fogón escondido, y están allí conversando sobre lo que vivieron. Desde aquí se puede ver la historia. Si uno se concentra y llega con los sentidos tierra adentro, se podría encontrar con el origen de la isla y sus habitantes. Ellos siguen en esta tierra, no quieren irse de esta tierra y por eso hoy día también son tierra. Se han fundido con la isla y nada ni nadie podrá despegarlos de aquí.
Caulín es un caserío pequeño, inocente, de esos que se dibujan cuando la mente todavía solo es capaz de esbozar lo primordial. Hay casitas, hay caminos, hay árboles, está el mar. Es como si lo hubiera dibujado un niño y lo que ocurre, finalmente, es que uno se convence de que no se requiere algo distinto: lo que existe es lo que se necesita. Lo demás estaría sobrando. Cualquier cambio, cualquier agregado, se convierte en un intruso.
Caulín es una lección de humanidad. Enseña cómo habría que vivir con muy poco en este mundo para tener mucho. Venir a Caulín es regresar al origen de los tiempos. Tengo la impresión de que aquí uno se podría encontrar con Adán y Eva.
Cada cosa está en su lugar y cada cosa quisiera mantenerse en ese lugar: el camino está bien con esa curva y luego con esa contracurva y los árboles tienen su espacio para expandirse y respirar. ¿Por qué no dejarlos allí, tranquilos y felices? Y si el agua ha decidido alcanzar el borde para hacer contacto con la tierra, en esa línea sinuosa, ¿para qué contradecirla? Y si en días calmos y luminosos, como el de hoy, el agua se afana en duplicar el firmamento en su superficie mansa, ¿por qué no dejarla? Hay una voluntad en cada cosa. Cada cosa quiere ser algo y tiene una misión establecida. ¿Para qué aceptar a los intrusos, los que vienen a alterar el orden y la armonía?
Doña Carmen
En cada lugar tengo a mis personas favoritas y en Caulín está la señora Carmen Villarroel Santana, que cada vez que voy me invita a su casa, me regala amistad y me hace sentir como si fuera un familiar más. Es hermoso, porque ella tiene, además, a su marido, que es carpintero de casas y de botes y podemos hablar de cosas que para ella son el pan de cada día. Está orgullosa de lo que tiene, de lo que ha logrado construir junto a su esposo. Una casa, una huerta, un pequeño campo de frutales y una granja con unos cuantos animales.
-Pero no crea que me vuelvo loca con la producción ni con las cosas que tenemos –me dice-. A eso yo le dedico el tiempo que puedo, porque lo que me interesa es la familia. Lo demás es complemento. No le tengo ese apego loco a la naturaleza.

Como usted ve, aquí hay gallinas, hay patos y muchas hortalizas. Pero crecen a la buena de Dios, sin tanto cuidado ni dedicación. Como que se las arreglan para crecer sin que las estén fastidiando. La lluvia y el sol hacen su trabajo. Y al final, tenemos de todo. No tanto, tampoco. Pero lo suficiente como para que alcance para nuestras necesidades. De eso se trata, en realidad.
Como usted ve, aquí hay gallinas, hay patos y muchas hortalizas. Pero crecen a la buena de Dios, sin tanto cuidado ni dedicación. Como que se las arreglan para crecer sin que las estén fastidiando. La lluvia y el sol hacen su trabajo. Y al final, tenemos de todo. No tanto, tampoco. Pero lo suficiente como para que alcance para nuestras necesidades. De eso se trata, en realidad.

Doña Nolfa
Con la señora Nolfa aprendo lo que es sacar lo mejor del mundo. No sé si alguien en la isla habrá sufrido más tormentos que doña Nolfa, pero cuando uno trata con ella, es como si jamás hubiera sufrido ni un rasguño. Parece que fuera de acero. Pero un acero que protege un corazón de oro. Cuando uno escucha sus historias tiene la impresión de que el destino se ha ensañado con ella, porque perdió una hija en un parto y, años más tarde, un hijo ya mayor. Y, en otra ocasión, se incendió su casa y encima ella misma sufrió quemaduras en su rostro, que le han significado muchas operaciones. Y lo increíble es que sigue como si nada, con su cara maltratada por el destino, frente al telar, disfrutando de ese arte suyo y viviendo con optimismo y regalando amor a todos los que están cerca. ¿Cómo no va a ser un ejemplo de vida? A pesar de todo lo que le ha ocurrido dice que el dolor físico nunca ha llegado hasta a ella. Aunque su piel está llena de cicatrices, asegura que el dolor no ha entrado en su cuerpo.

Doña Nolfa
Con la señora Nolfa aprendo lo que es sacar lo mejor del mundo. No sé si alguien en la isla habrá sufrido más tormentos que doña Nolfa, pero cuando uno trata con ella, es como si jamás hubiera sufrido ni un rasguño. Parece que fuera de acero. Pero un acero que protege un corazón de oro. Cuando uno escucha sus historias tiene la impresión de que el destino se ha ensañado con ella, porque perdió una hija en un parto y, años más tarde, un hijo ya mayor. Y, en otra ocasión, se incendió su casa y encima ella misma sufrió quemaduras en su rostro, que le han significado muchas operaciones. Y lo increíble es que sigue como si nada, con su cara maltratada por el destino, frente al telar, disfrutando de ese arte suyo y viviendo con optimismo y regalando amor a todos los que están cerca. ¿Cómo no va a ser un ejemplo de vida? A pesar de todo lo que le ha ocurrido dice que el dolor físico nunca ha llegado hasta a ella. Aunque su piel está llena de cicatrices, asegura que el dolor no ha entrado en su cuerpo.

En Caulín está la señora Carmen Villarroel Santana, que cada vez que voy me invita a su casa me regala amistad y me hace sentir como si fuera un familiar más. Es hermoso, porque ella tiene, además, su marido que es carpintero de casas y de botes y podemos hablar de cosas que para ella son el pan de cada día. Está orgullosa de lo que tiene, de lo que ha logrado construir junto a su esposo.
***
Una casa, una huerta, un pequeño campo de frutales y la mantención de unos cuantos animales.

Don Pedro desktop
Hablar con don Pedro Naguel es conocer Caulín desde el origen, porque tiene muy clara su historia. Recordaba el 22 de mayo de 1960 con mucha claridad, como si fuera ese mismo día. Revive el golpetazo de la ola que aún resuena en sus oídos.
-Pero el golpe fue en la isla del frente, porque hasta la costa de Caulín sólo llegó el derrame de la ola. Menos mal. Que si no, desaparecemos todos. Claro que eso fue suficiente para que se llevara muchas casas y muchos amigos y también otras personas conocidas. Aquel desastre cambió la geografía del lugar, y lo que antes eran humedales, donde había animales de muchas especies, disfrutando de la vegetación, hoy es un arenal.
-¿Usted era pescador?
-No, yo fui técnico agrícola y trabajaba recolectando el pelillo. Ese pelillo después se exportaba al extranjero y lo pagaban muy bien.
-¿Y ahora?
-Ahora, ya jubilado, me dedico a hacer los muebles de mi casa y a mejorar los espacios donde vivimos. No soy especialista, pero con paciencia, se puede.
Don Pedro movil
En Caulín está la señora Carmen Villarroel Santana, que cada vez que voy me invita a su casa me regala amistad y me hace sentir como si fuera un familiar más. Es hermoso, porque ella tiene, además, su marido que es carpintero de casas y de botes y podemos hablar de cosas que para ella son el pan de cada día. Está orgullosa de lo que tiene, de lo que ha logrado construir junto a su esposo. Una casa, una huerta, un pequeño campo de frutales y la mantención de unos cuantos animales.
A mí me gusta mucho leer la historia de los pueblos. Sobre todo, la de los pueblos chilotes. Pero nunca aprendo más que conversando con la gente. Con la gente me siento cómodo. Y todos empiezan a ser mis amigos cuando me ven trabajando en lo que yo sé hacer: la carpintería. Especialmente, cuando trabajo en la iglesia me preguntan cosas y yo les contesto y así nos vamos haciendo amigos y, al final, soy yo el que les pregunta a ellos. Les pregunto por el pasado del pueblo, por sus familias, por lo que hacen y por lo que piensan, y terminamos siempre al lado del fogón, sirviéndonos algo y conversando mientras miramos por la ventana, como si estuviéramos mirando hacia el pasado.
Todas las ventanas son un cofre de tesoros. Cada ventana muestra sorpresas. Las que se ven a simple vista y las otras, las que el dueño de casa va sacando del baúl de sus recuerdos. Mirar por la ventana es como una aventura nueva cada vez. Un pájaro a lo lejos trae imágenes que parecían borradas. A veces una nube. Las ventanas son verdaderos libros en realidad. Y parece que el panorama es completo cuando se siente el calor del fogón para acompañar las añoranzas.
A mí me gusta mucho leer la historia de los pueblos. Sobre todo, la de los pueblos chilotes. Pero nunca aprendo más que conversando con la gente. Con la gente me siento cómodo. Y todos empiezan a ser mis amigos cuando me ven trabajando en lo que yo sé hacer: la carpintería. Especialmente, cuando trabajo en la iglesia me preguntan cosas y yo les contesto y así nos vamos haciendo amigos y, al final, soy yo el que les pregunta a ellos. Les pregunto por el pasado del pueblo, por sus familias, por lo que hacen y por lo que piensan, y terminamos siempre al lado del fogón, sirviéndonos algo y conversando mientras miramos por la ventana, como si estuviéramos mirando hacia el pasado.
Todas las ventanas son un cofre de tesoros. Cada ventana muestra sorpresas. Las que se ven a simple vista y las otras, las que el dueño de casa va sacando del baúl de sus recuerdos. Mirar por la ventana es como una aventura nueva cada vez. Un pájaro a lo lejos trae imágenes que parecían borradas. A veces una nube. Las ventanas son verdaderos libros en realidad. Y parece que el panorama es completo cuando se siente el calor del fogón para acompañar las añoranzas.
Con la señora Nolfa aprendo lo que es sacar lo mejor del mundo. No sé si alguien en la isla habrá sufrido más tormentos que doña Nolfa, pero cuando uno trata con ella, es como si jamás hubiera sufrido ni un rasguño. Parece que fuera de acero. Pero un acero que protege un corazón de oro. Cuando uno escucha sus historias tiene la impresión de que el destino se ha ensañado con ella, porque perdió una hija en un parto y, años más tarde, un hijo ya mayor. Y, en otra ocasión, se incendió su casa y encima ella misma sufrió quemaduras en su rostro, que le han significado muchas operaciones. Y lo increíble es que sigue como si nada, con su cara maltratada por el destino, frente al telar, disfrutando de ese arte suyo y viviendo con optimismo y regalando amor a todos los que están cerca. ¿Cómo no va a ser un ejemplo de vida? A pesar de todo lo que le ha ocurrido dice que el dolor físico nunca ha llegado hasta a ella. Aunque su piel está llena de cicatrices, asegura que el dolor no ha entrado en su cuerpo.
Prueba de caption
